Cuando era adolescente, y un tiempito después, sostenía que
no estaba mal tirar papeles o basura en la calle o en los lugares públicos.
Siempre lo justifiqué ideológicamente, no se vaya a creer. De más chico,
sostenía que el caos era necesario en la sociedad y lo canalizaba tirando un
envoltorio de Bananita Dolca en la calle. Más crecidito, en medio de la
barbarie menemista, sostenía que no ensuciar la vía pública era colaborar con
el plan de despidos masivos de barrenderos, que iban a justificar porque las
calles estaban limpias. Hoy, ya adulto, hecho y torcido, defiendo
militantemente el cuidado y el respeto al espacio público. Pienso que
denigrarlo o romperlo nos daña a nosotros, como personas y como colectivo,
porque cada centímetro de espacio
público es nuestro, nuestra proyección más allá de nuestros cuerpos.
Además, desde ya, tengo en claro que un ajuste tan salvaje como el que se dio
en los `90 no tiene en cuenta nuestras conductas para dejar en la calle a miles
de trabajadores.
A lo que voy con todo esto es que nada es bueno o malo per sé. Todo debe ser interpretado en su
contexto, porque es allí donde encarna
su sentido. Un país que intente ser serio y digno deberá imponerle un marco
claro y contundente a sus temas sociales constituyentes, a esas, aparentemente,
pequeñas cuestiones que son la escencia pura de la ideología popular.
Los impuestos
pueden ser vistos como un castigo, algo a evadir; o como el combustible que
permite avanzar al Estado, una forma más o menos justa según se establezcan las
formas, pero socialmente justa. El que no paga puede ser visto como un capo, o
como un enemigo público, un garca.
Los espacios públicos
pueden ser vistos como ajenos, como propiedad del gobierno de turno (“le rompo
la estatua a Macri, que se joda”, “Le ensucio el hospital a Cristina, para que
lo pinte”), podemos cuidarlos o destruirlos según nuestra afinidad con dicho
gobierno; o pueden ser considerados como propiedad de todos, de la sociedad
toda, de cada uno de nosotros, y no del gobierno de turno, lo que nos obliga a
tener en cuenta derechos y obligaciones.
Las reglas de
tránsito merecerían un escrito aparte. Según se implementen y se respeten
definen a una sociedad. Acá no parece haber muchas vueltas: el que maneja
alcoholizado es un rebelde rocker, o un potencial asesino; el que corre picadas
es un reberlde rocker pito largo, o un potencial asesino. Lo mismo corre para
los que exceden las velocidades máximas, o van por las banquinas. Los que
estacionan en doble fila o tapando las rampas para sillas de ruedas, son tipos
que se cagan en los demás, lisa y llanamente.
En definitiva, nuestra relación con lo público nos define
como personas y como sociedad. Un pueblo que se caga en lo público no es
solidario, digan lo que digan en la tele.
DON CHICHO
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